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Tabasco, de nuevo bajo el agua

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MILENIO/SEMANAL  por La Redacción

“Aquí no hay nada de ayuda, no hay gobernador, no hay presidente municipal, no hay delegado, no hay nada, nadie, nomás nosotros, con nuestras cosas, pero nadie trae nada”, dicen habitantes de Los Ríos.

El cayuco avanza cortando el verdoso tono de los arroyos estancados a la orilla de la carretera. Su barquero no tiene el porte de Caronte, pero también le ha tocado acompañar el traslado de ilusiones muertas. Apenas y rebasa el metro de estatura. Su cabello es oscuro y reseco, como su piel, con la excepción de sus pies descalzos y mojados. Un short gastado y una playera con deslavados motivos infantiles hacen de Alexis la estampa modelo de la marginación vivida entre platanares, guayabos, mangos y selvas altas y bajas, además del viscoso lodo de la región de Los Ríos, en Tabasco.

Él es quien maneja la lancha para ir desde su casa a la vera del río Usumacinta, a unos 400 metros de la carretera, hasta el camino. Ahí espera, junto a sus primos Henry y Gilberto, de 12 y nueve años de edad, apenas unos centímetros más altos que él, a que llegue la camioneta que trae los garrafones de agua desde la cabecera municipal de Centla, a unos 40 kilómetros, o desde la planta purificadora camino a Jonuta, a unos 15 kilómetros. El colmo de la ironía es que en medio de las inundaciones que avasallaron sus viviendas, no cuenten con suficiente agua para tomar, o incluso para lavarse las manos, el rostro y los pies, porque bañarse es un lujo en medio del desastre que conlleva tener al río surcando entre las paredes y habitaciones o formando estanques enmohecidos frente a la casa.

Las últimas dos semanas estos tres primos han convivido más. Guarecidos todos en una casa donde el anegamiento es menor que en las de otros familiares, observan pasar las horas sin escuela, entretenidos en mover muebles y enseres domésticos, navegando en busca de agua o yendo a sentarse en la carretera a esperar que pase o llegue algo de ayuda. Hacinados junto con sus padres y hermanos, apenas sonríen.

Los tres niños muestran la realidad del ejido Tres Brazos, en el municipio de Centla, y del camino que lleva a Jonuta por la devastada región de Los Ríos. Su condición de jodidez húmeda en la geografía líquida tabasqueña no dista de la de Avecita Salvador Hernández, quien levanta el pie para mostrar la planta agrietada y herida por la infección a causa de hongos mientras dice que “aquí no sabemos hasta cuando se va a ver tierra”. Luego voltea a ver el terreno donde se asienta su casa y atisba, como si pudiese mirar más allá de la puerta, mientras asiente y medio sonríe cuando escucha la descripción: “No fuiste tú quien salió a meterse al río, sino éste el que reventó el cauce y se metió a tu casa”. Y no sólo se mete a tu casa, sino que se mete entre las uñas de los pies y lastima la piel; se mete bajo y por encima de los enseres domésticos y los arruina; infla la madera de muebles y camas; corroe el ánimo y provoca anegamientos en los ojos cuando en unas cuantas horas se lleva años de trabajo. Los ahorros que

les quedan se gastan en armar un tinglado al borde de la carretera, donde Avecita y su papá, Marco Hernández, sus hijos, su esposo y su vecina, la señora Aurelia, cocinan en un anafre manchado de hollín y comen sobre una mesa de pino que procuran no se moje. En el mismo sitio pasan el día, junto a Kalimán, un perro de raza indescifrable con sus huesos asomados bajo la piel, acalorados todos y picados de moscos desde hace casi tres semanas. Ella insiste: “Y no hay pa’cuando se vaya a ver tierra”.

Levantar el refugio les costó tres mil pesos que dice no sabe ni de dónde sacaron, y ya planean “sacrificar el estómago” nomás pasen las lluvias para construir otra casita a la orilla de la carretera, un poco menos cerca del río. De ayuda gubernamental no espera nada. Avecita hace memorias que viajan hasta el paso del huracán Opal por Tabasco en 1995. No sabe que el meteoro dejó 12 muertos, 176 mil damnificados y más de 30 mil viviendas destruidas, pero recuerda que su casa también se inundó y que desde entonces prácticamente año con año la situación es igual. Al igual que las cuatro mujeres —hermanas, primas y cuñadas— del clan Hernández Gallegos, que viven a un par de kilómetros de su casa, ella teme lo que pueda ocurrir este año, porque en 2010 el agua tardó en regresar al río un par de meses, pero ahora la inundación llegó antes y se anuncian más lluvias, más “crecidas” del Usumacinta.

El cuarteto de mujeres, que encabezan a cuatro familias que ahora comparten una misma casa, coincide. Sabe que al dios olmeca de la lluvia no se le han deshinchado los ojos y que seguirá arrojando agua. La única razón por la cual la casa donde yacen aún no se inunda es porque el río está del otro lado de la carretera; lo que ignoran es lo que puede verse más adelante: que el Usumacinta va encontrando espacios por donde cruzar la carretera entre pequeños oleajes. Están encabronadas porque no hay ayuda: “Dicen que vienen quesque a ayudarnos, pero no es cierto. Que dicen que programas de vivienda, que van a traer láminas, tablas o que van a construir en alto, ¿dónde? ¿Dónde aquí? No hay nada de ayuda, aquí no hay gobernador, no hay presidente municipal, no hay delegado, no hay nada, nadie, nomás nosotros, con nuestras cosas, pero nadie trae nada, son pura mentira”.

LA CULTURA DEL AGUA

Tabasco es una entidad cruzada por 10 ríos, entre ellos el Usumacinta, el más caudaloso del país, y cuenta con municipios como Teapa, donde en algunos años se alcanzan los mayores promedios de precipitación pluvial en el país, o Centla y Jonuta, unidos por sus pantanos, hoy Reserva Natural de la Biósfera. Quien ha vivido en estas tierras, donde el poeta Carlos Pellicer Cámara se asumía orgulloso de su abolengo de agua, está consciente de los anegamientos, de las crecidas de los ríos año con año, de que miles de poblaciones han estado acostumbradas a ver cómo los afluentes se salen de cauce y encharcan o acumulan agua hasta la altura de la rodilla, pero descendían en un mes, cuando mucho.

Pero el nuevo siglo trajo nuevos problemas. El crecimiento de la capacidad de operación de las presas de las plantas hidroeléctricas de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) en Chiapas, la necesidad de desfogarlas en cada temporada de lluvias, el crecimiento desordenado de las zonas urbanas y la ejecución de programas de contención hídrica que sólo desvían el flujo de agua de una zona a otra, han provocado un caos que se repite prácticamente sin tregua desde el 2000 a la fecha.

En 2007 sucumbió Villahermosa al peor desastre de la historia de esta ciudad capital. Para el 25 de octubre pasado, la cuenta de damnificados en las comunidades aledañas llegaba a 297 mil en 633 comunidades de 16 municipios del estado, que cuenta en total con 17; Villahermosa, la cabecera del centro, se mantuvo “a salvo”. Hay casi 450 albergues que ya no se dan abasto. Unas 278 mil hectáreas de 979 comunidades productoras de diversos alimentos están perdidas; más de mil 200 kilómetros de carretera, es decir, 500 kilómetros más que la distancia entre Villahermosa y el Distrito Federal, están afectados o destruidos. Siete de los 10 ríos que cruzan y crean una enorme red de sistemas lagunares y arroyos están por encima de sus niveles críticos.

El río, que era el amigo, “ahora es nuestro enemigo”, dice una de las matriarcas del clan Hernández Gallegos. Lo sabe también el ejidatario que suma más agua al suelo cuando el sudor le escurre desde su frente mientras arranca y corta a filo de machete ramas gruesas para continuar la construcción de un improvisado potrero. La endeble estructura de palos y alambre se incrusta en plena carretera. Para sostenerla ha sido necesario romper y agujerar la superficie asfaltada: salvar las ocho o 10 cabezas de ganado que sirven de sustento a este ejidatario de Tres Brazos implica violar las leyes federales de vías de comunicación y transporte, y destruir propiedad de la nación o del estado. Pero no importa; el propio campesino cuenta que los de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT) pasaron sin decir nada. Una suerte de amnistía temporal y no oficial. Un acuerdo entre humanos ante el desastre.

La ruta entre Centla y Jonuta se llena de rostros hastiados al sol, en cada tinglado armado en la orilla de la carretera; de humaredas de carbón y leña, de pies ardiendo por los surcos infectados, de ronchas encostradas de picaduras de moscos, de espera por el agua, de adelantarle la muerte a una gallina o un cerdo para comer, de imágenes colgantes de vírgenes de Guadalupe o Jesuscristos que poco pueden hacer frente al dios olmeca que, cuando llora, hace llover.

Cruzar los vados creados por el Usumacinta le cuesta trabajo al automóvil. Ante la advertencia de los lugareños de que el camino adelante está “partido”, se suma el gris del cielo. Las nubes se cierran: viene más lluvia. Es más difícil pasar a la vuelta que a la ida. Jonuta se vuelve inaccesible. Media centena de comunidades y la cabecera municipal han sido invadidas por el afluente que ha dejado, hasta el martes 25, más de 43 mil damnificados en la zona. La comunidad de Monte Grande le quedó chica al caudal del río y la ha dejado dos metros bajo el agua. En la vía que conduce desde ese municipio al estado de Campeche el agua alcanza 80 centímetros. El paso a Palizada, Campeche, está restringido. Los escenarios son similares en Emiliano Zapata, Balancán, Centla, Tenosique o Macuspana, en la región de La Sierra o en la costa, en Paraíso. En Nacajuca, ni la disposición de párrocos y pastores sirvió de algo. No hay santo que hiciera el milagro de mantener secos sus interiores para usarlos de albergues. Al final de la visita a Tabasco ya habían sido declarados 16 municipios como zona de desastre.

VILLAHERMOSA, A SALVO

En sus recorridos por algunas colonias de la capital, como la Luis Gil Pérez, donde el agua ya entró a decenas de casas, y a zonas de la comunidad de Parrilla, a orillas de sistemas lagunares, el gobernador Andrés Granier Melo, ha sido enfático: “No se preocupen por los rumores de las lluvias en Chiapas…”. Dice que la ciudad está a salvo, que los ríos Carrizal y Grijalva, que abrazan con sus corrientes la ciudad, están bajo control gracias al Plan Hídrico de Tabasco (PHIT).

Un recorrido por el malecón de la ciudad al paso del Grijalva, y otro por la zona de salida al municipio de Cárdenas, por las orillas del Carrizal, permiten ver que el gobernador podría estar en lo correcto. Pero más allá de la cabecera municipal las cosas son distintas. En el ejido de Tamulté de las Sabanas los pobladores han emplazado a la Comisión Nacional del Agua (Conagua) y al gobierno del estado a resolver a la brevedad la emergencia: de no recibir atención pronto, destruirán el bordo construido por la Conagua que permite que la corriente del Usumacinta no alimente con fuerza los afluentes del Grijalva y el Carrizal, pero que a cambio desvía el cauce hacia sus tierras.

Entre los habitantes de Villahermosa, el reclamo de los pobladores de la villa de Tamulté de las Sabanas causa estupor. Bien se sabe que su origen chontal les da la bravura, que el respaldo oportunista del Partido de la Revolución Democrática (PRD) les brinda el acicate y que las lluvias sin cesar los pueden catalizar lo suficiente como para cumplir su amenaza. Que ellos se inunden a costa de mantener seca Villahermosa no es algo con lo que estén de acuerdo.

En el ejido El Espino los pobladores han tomado la única calle del poblado, paralela a la carretera entre Centla y Villahermosa. No se trata de un plantón o un campamento de protesta, muy dado entre el perredismo tabasqueño: quienes viven en El Espino no tienen ni quieren relación alguna con un partido político, pero los habitantes del ejido, con más de 40 años de existir en la incertidumbre sobre la propiedad de la tierra y pegado a un brazo del río Samaria, han tomado la carretera porque no tienen más donde vivir. Sobre la vía han construido tendejones y casuchas improvisadas, con láminas usadas en sus casas originales, con enormes carteles de propaganda política desechados tras la última elección, con lo que han podido. “A ver, aquí que venga el muy cabrón, póngaselo ahí, escríbalo, así, que venga ese, el Calderón, a decir que no hay desastre en el Centro”, enfatiza una matriarca entrada en años que sacude la mano dando órdenes a quien apunta sobre sus palabras. Espera que el presidente Felipe Calderón lea la crónica y regrese a Tabasco. Que camine, se baje del helicóptero y visite las comunidades del municipio de Centro, que salga de la cabecera, Villahermosa. “¿Por qué no viene acá? —reclama—. Aquí estamos enfermos, tenemos problemas, dicen que no hay desastre, que apenas han pasado 15 días. Aquí tenemos ya dos meses entre el agua, mire cómo está ahí estancada”. Y señala un fiordo cubierto de limo más verde que las hojas del árbol bajo el cual cae un poco de sombra. Debajo de la superficie una mojarra se da gusto devorando larvas de moscos, pero no las suficientes como para evitar que se desarrollen y pongan en riesgo de contagio por dengue a los habitantes de El Espino.

Jugando con los pies a descalzarse y calzarse las sandalias enlodadas, la mujer reitera: “Llevamos dos meses inundados y nadie llega. Aquí no hay ningún apoyo, ni Jesús Alí —De la Torre, alcalde de Centro— ni Granier —el gobernador—, no nos traen nada. Tienen el dinero quesque para ayudar y no lo traen. Ya ni para venir a decir que nos regalan cosas para apoyarnos, si bien sabemos que de sus bolsas no sale, no es; porque ellos cobran de nosotros, es nuestro dinero y ni así vienen a traernos algo o a ver cómo carajo nos ayudan”, añade. Su léxico aumenta en insultos a la medida del coraje mientras sus hijas le piden mesura frente al reportero. Pero ella les recuerda que lo poco que recibieron de ayuda el año pasado “sirvió para una chingada”. En 2010 el río les llegó con más fuerza “cuando cerraron el paso de agua a Villahermosa echaron todo al Samaria, y ahora nos jodemos acá”. Para entonces, el gobierno les dio 10 mil pesos en vales para canjear por enseres domésticos. “Pero tenía que usarlos en Elektra o en Contino o en Credilandia. Además de que venden más caro, te daban lo peorcito, lo que no compra nadie y ya todo se echó perder otra vez. Mire —dice ya con algo de calma—, aquí llevamos más de 30 años viviendo, desde que se fundó la comunidad, porque aquí usted pesca lo que quiera; aquí si queríamos comíamos camarón todos los días, hay matas para cortar las frutas. Y ahora nos dicen que para qué nos quedamos, en vez de traer ayuda, dicen que nos vayamos. ¿A dónde? ¿A unas casuchitas quién sabe donde en Villahermosa?”.

Se echa para atrás en una silla de plástico de Coca-Cola, ubicada a un lado de la lámina que hace de pared al refugio temporal, frente a una casa con un segundo piso no terminado, de gris tabique pelón y escaleras exteriores con rebabas de concreto no revocado. Respira y sigue su argumentación: “Aquí, así como nos ve —sin recursos, sin siquiera un aula escolar—, a mí me llega un recibo de luz de 10 mil pesos, si con trabajo tengo un foco y la tele y el refrigerador”. Luego señala a uno de los vecinos con quien comparte la tarde y la comida hecha entre leña y “bajada” con refresco sabor naranja, provocando la risa de sus hijas y de un par de nietos que han aparecido de atrás del tinglado, uno de ellos mojado de pies a cabeza, celebrando su chapuzón en los encharcamientos infecciosos: “Éste debe como 20 mil y quién sabe de qué, porque apenas y tiene focos”.

El aludido es José Bravata Ramírez, quien da su nombre con enjundia. Es pescador de vida, dice, no de profesión, nacido en El Espino y testigo de muchas crecidas. Antes el agua se iba en un par de semanas, añade, pero ahora no, y tampoco tiene para cuando. Antes la crecida traía más peces y camarones y hoy nomás trae ramas, hojas, vacas infladas y caballos a punto de reventar. “Mire cómo está el agua, aquí tenemos el acuario”, dice, entre risas, mientras señala a la mojarra. Luego apunta un medio metro más adelante y dice que también hay tortugas: una tríada de hicoteas reposa en la orilla. “Ai’tán”, dice, “a esa le puse el Chicharito”, se mofa. “Yo aquí crecí —recuerda mientras se quita una gorra patinada por el sudor de años bajo el sol, para enjugarse la prieta frente—, pescando, buscando leña. Si no había qué comer, pescábamos, si no había gas, buscábamos leña. No me voy a ir a Villa... a vivir quién sabe dónde. Si me voy, me muero”.

Luis Castrillón

Fuente: NSS