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Sociedad del conocimiento Cultura para el conocimiento

Cultura para el conocimiento

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En los pasillos de la cultura, en los entramados institucionales que organizan la vida pública y en los mapas de nuestra geografía política -desde el barrio hasta la gran Europa- se impone la ley del mensaje simple y claro. A la especulación del pensamiento y la libertad de creación se opone el pragmatismo más exigente: «por favor, déjese de rodeos o de retórica y dígamelo en un minuto, o escríbalo en dos folios, que no tenemos tiempo que perder, todo lo demás, sobra».

Casi siempre, los consejeros emergentes de esta nueva economía de la palabra y el verbo práctico nos invitan, una y otra vez, a reducir la complejidad de los discursos para conseguir una simplificación eficaz de la comunicación. Así, esta y la propaganda tan solo se diferencian por el «tamaño» y la «eficacia» del lema.

Somos testigos de una aceleración inusitada del pensamiento. En esa deriva hacia la cultura de la eficacia se anteponen todos aquellos estereotipos del saber que nos obligan a ver las cosas como debemos y no a como podríamos verlas. Es decir, aceptamos que el sentido de las cosas viene determinado por una realidad inamovible que no se puede alterar. Vivimos en una especie de dictadura del tiempo real que nos impide pensar más allá de la conveniencia inmediata.

En el específico sistema de la cultura, el nuevo paradigma de la innovación y la creatividad ha sustituido al viejo argumento del arte y la creación. Mientras el primero se eleva a categoría imprescindible -ningún programa cultural, ni discurso político o empresarial que se precie puede eludir los términos- el segundo se convierte en refugio de la nostalgia y la melancolía. Hasta no hace mucho tiempo, el valor de uso y el de cambio no necesariamente compartían intereses, el dinero y el mercado eran una cosa y el valor conceptual de las ideas o su representación formal podían ser otra. Ahora van de la mano, parecen inseparables. Parafraseando a Bertrand Rusell, nos están haciendo creer que el único conocimiento que merece la pena adquirir es aquel que resulta aplicable en algún aspecto de la vida económica de la comunidad.

La filosofía, la literatura, la historia o las artes, entre otros saberes «inútiles», en apariencia no sirven para nada, pero es indiscutible que, sin embargo, fundamentan las bases de una vida ética, y plena de sentido. La capacidad de razonamiento o discernimiento, por tanto la de crítica, constituyen la esencia del ser humano y se alimentan de las mismas fuentes humanísticas que han dado cuerpo a nuestros principios morales. La prestigiosa filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum en su libro 'Sin fines de lucro' nos alerta del peligro de que aparezcan generaciones enteras de máquinas utilitarias, en lugar de ciudadanas y ciudadanos cabales, capaces de pensar por sí mismos. Es indudable que una actitud intelectual más activa, más dispuesta a enfrentarse a la verdad de los hechos irrefutables, capaz de oponerse a la levedad de los enunciados simples y a asumir todas las potencialidades del lenguaje y su capacidad crítica, nos ayudaría a redoblar los esfuerzos por entender el mundo.

Fuente: diariovasco.com